DANIEL LÓPEZ
DANIEL LÓPEZ (*)
Daniel López, el alter ego del que te dije,
cazurro el hombre,
ladino como el huaso del chiste,
no se le iba una.
Se mandó a confeccionar una Constitución a medida,
le quedó de lujo.
El pelado, que la escribió, le aseguró:
“Habrá Daniel López para rato, hasta el 97, al menos.”
Pero los pollitos se desbandaron en el 83.
Se puso fiero y sacó la tropa a la calle.
Por tres años, los de la pobla
y los cabros estudiantes, a piedrazo limpio contra las balas,
y unos más exaltados lo quisieron enviar al Paraíso (o al Infierno).
Lo salvó la Virgencita Santa
y el nieto que se puso en la cabeza.
Mal se veía el panorama:
muchos muertos, muchos relegados,
muerte por donde se viera.
Había que descomprimir el ambiente,
sacarle vapor a la olla.
Entre las argucias del pelado,
estableció que desde el 80 al 88
Daniel López la llevaba, sin vergüenza ni pudor.
Pero, para guardar las apariencias,
estableció que llamaría al pueblo
para darles el amén a otros ocho años de gobierno
vía plebiscito.
"Pan comido" pensaba López.
Vientos nuevos soplaban desde el norte:
el Imperio ya tenía en las cuerdas al oso soviético,
era hora de ganar dinero tranquilo,
dejar que las corporaciones explotaran
el botín puesto en bandeja por los de Chicago.
Las riquezas de un continente a precio de remate.
El trabajo sucio ya estaba hecho.
Era hora del guante blanco,
de dar apariencia de democracia,
pintar con el barniz de la legitimidad
una institucionalidad impuesta a sangre, fuego, hambre y miseria.
Y se detuvo el clamor del Rebelde Pueblo,
por acción de los moderados, los sensatos,
los realistas que rechazaban la violencia.
¿Tenían moral para hacerlo?
Habían alzado sus voces en medio de la represión.
Tenía sentido jugar las reglas
y derrotar al que te dije y al pelado en su cancha.
"SI" para seguir con López hasta el 97,
"NO" para que se fuera y llamar a elecciones.
Ganó el NO.
Pero él no se fue.
Se quedó como jefe del ejército,
que, cual Guardia Pretoriana, cerraba filas
tras su amado comandante.
II
Y se quedó, detrás del escenario de la pseudo-democracia.
Era el protector de la nación,
el ángel guardián de la institucionalidad,
el baluarte fiero que derrotó al marxismo,
el que ayudaba a sus hijos con cheques,
el emprendedor que vendía armas a la mala,
un resiliente de la sucia política,
un re-inventado en la trastienda del poder,
un garante de la paz (de los cementerios).
Y el tiempo pasó,
rápido, como todo en la vida.
Y el 98 se tenía que ir.
El pelado fiel ya no estaba.
(Los exaltados del Cajón del Maipo
lo habían ejecutado a sangre fría.)
Pero le dejó un regalo póstumo a López:
como en la vieja Roma, al dejar su cargo,
se convertiría en Senador Vitalicio,
siempre atento al bienestar de su obra transformadora,
siempre vigilante del buen pensar neoliberal
sin traza alguna de izquierdismo y menos marxismo.
III
En eso estaba, disfrutando el merecido reconocimiento
en la tranquilidad de la senaduría.
Pensó irse de viaje a Inglaterra,
saludar a viejas conocidas, comprarse un terno,
de paso revisar el chasis que ya empezaba a crujir.
Después de todo, era humano, o casi,
(sus partidarios lo consideraban sobrehumano,
y sus odiosos adversarios inhumano),
y la edad lo afectaba como a cualquiera.
¡Oh, Inglaterra, cuán bella eres!
Cuna del Imperialismo Moderno,
con tu reina y tus caballeros,
el Big Ben, el Palacio de Buckingham,
los bobbies y el five o’clock tea.
López amaba el british style.
(Quizás por eso los ayudó a acabar
con los argentinos en las Malvinas.)
Con tus azules ojos hubieras pasado por un Lord retirado.
Todo lo británico le parecía bueno.
¿Por qué no una clínica?
Y a la The Clinic fue,
a aliviarse el avejentado esqueleto.
Y en medio del sopor de la recuperación,
la diosa Fortuna le dio vuelta la espalda.
Oficiales armados y tinterillos civiles
le comunicaron, estando amarrado y medio dormido,
que la Justicia se le había echado encima.
Un juez español lo requería por crímenes de lesa humanidad.
Daniel López, el que decía:
“En este país no se mueve una hoja sin que yo lo sepa,”
no supo la que le cayó encima.
En Chile se encendieron las alarmas.
Corrían por los pasillos de la Moneda y el Congreso:
apresurados, temerosos, sudorosos,
los diplomáticos, los secretarios, los legisladores,
los asesores, los recomendados y apernados.
Miedo. La Guardia Pretoriana podía rebelarse
y en un acto de locura temeraria asaltar
el Palacio Real y secuestrar a la Reina
para canjearla por su Líder Amado.
No solo las huestes del viejo guerrero
protestaban por tamaña afrenta a la dignidad de la República.
Los discípulos del Pelado cerraron filas,
y como en los tiempos de la odiada UP,
salieron a protestar,
marchando como unos rotos cualesquiera
se pararon frente a las representaciones diplomáticas
de los imperialistas británicos y españoles.
¡Liberen a nuestro líder!
¡Padre de la Patria, benefactor de los ricos!
¡Socio honorario del Colo Colo!
Gritaban y vociferaban.
La fuerza pública trató de hacerlos entrar en razón.
Con una llovizna de agua perfumada de azahares
dispersaron a los intrépidos seguidores.
Se reunieron fondos.
Para darle techo a López,
algo digno, sencillo,
acorde con su dignidad de Padre de la Patria.
Los grandes señores de Chile y los más humildes seguidores,
en acción concertada,
ofrecieron su colaboración
para alquilar una modesta mansión
en un barrio sencillo y tranquilo, en las afueras de Londres.
Vigilado por desabridos policías,
las 24 horas del día, López fue
humillado en su orgullo y amor propio,
lo que no le impidió tramar su estrategia
de defensa ante las falaces argucias
de ese títere del comunismo internacional
llamado Juez Garzón.
En la patria, unidos en patriótica acción,
los del pelado,
los de Chicago,
los renovados,
los por la democracia (y el dinero),
los socios-listos,
los démono-cristianos,
todos sin excepción, lucharían
por traer de vuelta a López.
Los lores británicos debían decidir
si lo extraditarían a España
a enfrentar los infundados cargos de Garzón.
Pero no contaban con López,
con su fino olfato,
con su aguzado instinto geopolítico,
con su brillante estrategia.
En lugar de hacerse responsable de todos los crímenes y abusos,
en lugar de poner el pecho a las balas,
en lugar de enfrentar cara a cara el destino,
en lugar de gastar todas las balas y dejarse la última para él,
en lugar de hacerse el harakiri,
los descolocó a todos.
Se declaró demente e inválido.
El mundo quedó mudo ante tanta audacia.
El gobierno démono-socio-listo, raudo,
lo trajo de vuelta.
Como rockstar, lo esperaban sus fanáticos en el aeropuerto.
Ansiosos aguardaban su retorno.
En Inglaterra, abordó el avión en silla de ruedas,
decrépito, indefenso, quizás senil.
Al aterrizar y bajar la rampa de la aeronave,
ante la atónita mirada de sus partidarios
(los López-Lovers),
como un Lázaro del siglo XX,
Daniel López se irguió de la silla.
Caminó. Sí, caminó, casi sobre las aguas.
¿Un milagro de la voluntad?
¿Un acto venturoso de la Providencia?
Una vez más, se había salvado por los pelos.
Aunque sus detractores le reprocharon
su cobardía y felonía,
nunca podrían entender que hay
dos clases de hombres en el mundo:
Los criminales que no pagan sus crímenes
y los muertos que nunca volverán a hablar.
Y de yapa una canción que habla de este personaje con nuestra banda exclusiva: La Zorrón Dixie Band y su tema homónimo, "Daniel López":
(*): Poema del libro inédito "Crónica del Fin del Milenio".
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